Hamilton —fue brillante de McNamara colocar a Dennis Quaid y a Helen Hunt en el papel de los padres—, quienes se mudaron a Kauai desde el continente para compartir su pasión por el mar con sus hijos (que incluye dos adolescentes, Timmy y Noah). La próxima escena es de la joven Bethany, a punto de convertirse en profesional, acabando de ganar el auspicio del fabricante de artículos de surfing, Rip Curl. Luego, esa fatídica mañana de Halloween, mientras Bethany hablaba con su mejor amiga, Alana Blanchard (interpretada por la prometedora actriz Lorraine Nicholson, hija de Jack Nicholson), y se deslizaban en sus tablas en el oleaje hawaiano, un tiburón tigre de 14 pies la confundió con su próximo almuerzo. Bethany pierde el 60% de su sangre en el ataque, y el hecho de que sobreviviera —en parte gracias a la presteza con que Holt, el papá de Alana (Kevin Sorbo), le aplica un torniquete alrededor de la herida y la saca del agua— es, de acuerdo con su médico (interpretado por Craig T. Nelson), casi un milagro.
El resto de Soul Surfer (que lleva el mismo título que las exitosas autobiografías de Hamilton, publicadas en el 2004), es un recuento de la trayectoria de Bethany para recuperar —no; para aceptar— su identidad, ahora con un cuerpo cambiado. Al mes del ataque, regresa al mar, determinada a retomar el surfing. Se frustra por el esfuerzo de adaptarse al deporte con un solo brazo, y en una ocasión amenaza con abandonarlo por completo, pero al final persevera, hasta convertirse eventualmente en una de las principales mujeres surfistas profesionales de la actualidad. Lo logra porque es una persona valiente y determinada, respaldada por una familia y comunidad con lazos estrechos, que le dio mucho apoyo y con quienes compartía una sólida fe religiosa.
En su favor, McNamara no le resta méritos al papel que el cristianismo juega en esta historia, pero lo presenta como un estereotipo. Por ejemplo: Bethany, en un momento de tristeza, busca a su joven pastora, interpretada por una robótica Carrie Underwood (la estrella de la música country en su primer largometraje), y le pregunta, en la iglesia al aire libre a la que asisten, por qué Dios permite que sucedan cosas malas. La respuesta que Underwood le da, de manera condescendiente, es que de las luchas sale algo bueno. ¡No me diga! ¿Siempre? McNamara también presenta los momentos decisivos en la vida de Bethany, y la devoción tipo porrista de su familia, en una manera tan unidimensional, que casi convierte en irrisorios los momentos más dramáticos del filme. En una playa en Phuket, la isla tailandesa devastada por el tsunami, donde viajó a principios del 2004 con un grupo de apoyo de jóvenes cristianos, Bethany trata de disipar el miedo de un niño abandonado tratando de hacer que se suba a la tabla en el agua, cuando de repente se da cuenta de que la vida no se trata de surfing solamente, sino de amar a los demás. Obvio. Y en su dormitorio, luego de sacarle uno de los brazos a una de sus muñecas Barbie, Bethany se queja a su madre de que ningún muchacho se fijará ahora en ella, a lo que Cheri le responde, algo satisfecha, que el muchacho “adecuado” sí lo hará. ¿De verdad? No estoy muy seguro de que la audiencia le crea.
En la película, los grandes descubrimientos —y son bastantes— se revelan con demasiada facilidad.
Para ser justos, Soul Surfer no siempre es una película tosca. Las escenas de surfing, algunas en las que Hamilton sirvió como doble, y la cinematografía en la isla, son irresistibles. El ataque del tiburón es lo suficientemente rápido como para ser tenebroso y emocionante. Quaid y Hunt, ya mayores, con sus pliegues y arrugas, nos transmiten cada uno de manera convincente las esperanzas y ansiedades de los padres. Y Robb (quien utilizó una técnica visual de filmación que le requirió envolver su brazo en una manga verde, lo que permitió crear el efecto de la amputación durante la postproducción), es lo suficientemente dulce y fuerte a la vez. Lo mejor de todo, sin embargo, es que Soul Surfer, de entre las películas de acción que inevitablemente atraen a la generación de jóvenes que nosotros —los padres y abuelos— a menudo criticamos por pensar que se lo merecen todo, sirve para darles una lección de vida que los puede ayudar; habla de lo que es realmente importante y cómo mantenerse en perspectiva.
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